En 1992, cuando en Europa sólo se habla de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en las míticas y soleadas tierras de México, se está fraguando el inicio de la revolución neo-zapatista, con brotes de rebeldes que reclaman igualdad de derechos para los indígenas. Éste es el marco donde Sol Velasco, una despiadada sicaria, se está haciendo famosa por luchar a favor de un pueblo empobrecido y olvidado por los gobernantes. Al tiempo, Mary Anne, una joven entusiasta cargada de buenas intenciones, se embarca en la aventura de ayudar a una remota aldea de las montañas de Oaxaca, con el recuerdo latente de las proféticas palabras del chamán de la aldea y la desaparición de Pau, el profesor que la debía acompañar. Con personajes extraídos de una película de aventuras, cualquier cosa puede pasar: acción, política, fantasía, sangre y sexo son algunos de los ingredientes de esta historia en la que todos tienen un destino que cumplir y un secreto que guardar.
Así reza el argumento de la primera novela que estoy a punto de publicar titulada “Tierra de Sol”. La primera pregunta que me hacen siempre es: “¿has estado en México?”. Es divertido ver las caras de sorpresa cuando respondo que no, que es uno de mis sueños viajar algún día a esa rica tierra. Entonces viene la segunda y tercera pregunta: ¿por qué una novela cuya acción transcurre a 10.000 Km de mi casa? ¿No es una osadía hablar de temas tan lejanos? Quería escribir una novela de aventura, acción y misterio bañada de esperanza y salpicada de compromiso social. Los personajes protagonistas tenían que ser mujeres fuertes y luchadoras que se buscan a sí mismas, en el momento en el que un pueblo pisoteado también busca levantarse para hacerse oír.
Quería escribir una historia de caminos diferentes que se recorren y que convergen en una misma meta. Debido a mi atracción por México, por la riqueza de su historia, por los misterios que alimenta su glorioso pasado, concluí que era el escenario ideal para la novela. No creo que sea un problema el hecho de no haber viajado allí; por citar un autor, Eduardo Sguiglia escribió su novela “Fordlandia” sin haber viajado al Amazonas, inspirándose sólo en unas cuantas fotografías. Por otra parte, tampoco he convivido nunca con mercenarios ni he experimentado en mi propia piel la muerte, sin embargo la novela tiene una buena dosis de violencia, sangre y muerte. Mis amigos mexicanos se encargaron de corregirme y ayudarme con los modismos de la lengua; la trama principal de la novela es pura ficción, pero el trasfondo histórico y sociopolítico está ampliamente documentado.
Por lo demás, esa lucha de los indígenas mexicanos por tener voz y voto, porque se les tuviera en cuenta en una sociedad que avanzaba hacia la globalización, el Tratado del Libre Mercado, la hipoteca de la vida, en definitiva, no me suena tan lejana en el espacio ni en el tiempo. De hecho, creo firmemente que es la enfermedad de nuestros días, que ha ido infectando, carcomiendo y corroyendo a las ingenuas sociedades de los diferentes países que, tarde o temprano, han sucumbido. La lucha de clases siempre ha existido: la clase baja ha luchado por ser considerada; la clase media, por ser superior; la clase alta y la clase élite, por seguir con la supremacía y reducir la sociedad a dos clases sociales: la de los esclavos y la de los amos. Como comento, la novela de Tierra de Sol tiene mercenarios sanguinarios que no dudan en matar para enriquecerse, y que trabajan para poderes fácticos, para los que la vida ajena no es más que una forma de lograr más poder.
Vivo en España, en Barcelona concretamente, lejos de esa realidad de sangre que mancha la tierra, de héroes anónimos que entregan su vida a favor de los ideales y la dignidad. En ésta mi realidad, los mercenarios han sido elegidos democráticamente, desde un espejismo llamado estado del bienestar. Estos piratas, que han cambiado el parche del ojo por la corbata de seda, juegan con la vida de los ciudadanos, sentados cómodamente en sus escaños del congreso.
Se dedican a arruinar lo que tanto les ha costado conseguir a nuestros mayores, a demoler derechos y coartar libertades, a sembrar el miedo y la discordia entre los diferentes pueblos que conforman España, a romper el sueño y la esperanza de los ciudadanos, de esa clase media que están convirtiendo en una clase esclavista. Televisan y difunden sus mentiras, sus insultos, su escarnio, su falta de empatía, su asco hacia la masa. Se les llena la boca de la palabra crisis, que aprovechan para conseguir este propósito y hacer creer que lo que hacen es necesario, la única solución a los problemas (problemas que, según ellos, ha generado el uso y abuso del cacareado estado del bienestar).
En definitiva: provocan el caos y la destrucción de lo bueno para reconstruir sobre las cenizas de una sociedad desmoralizada y sin dignidad, basándose en una política del terror. Y todo sin sangre, sin cadáveres poblando las calles, sin mancharse las manos. Asesinos de guante blanco. Golpe maestro a la democracia. ¿Y qué es lo peor de todo esto? Que el pueblo actúa como ganado caminando al matadero, sin rebelarse contra los abrumantes recortes en educación, sanidad y servicios sociales, con unos héroes desacreditados que pocos escuchan, con la cabeza llena de un exceso de información que no sabe filtrar y que se limita a cloquear en los corrillos del bar, llena de miedo. Eso sí, la gente sale a la calle a celebrar la victoria de los verdaderos héroes del siglo XXI: los equipos de fútbol. En realidad, las calles de España sí que están llenas de cadáveres, pero no se dan cuenta porque todavía respiran gratis y pueden ir de compras a la gran superficie antes de que suban el IVA al 21%. Ésa es mi realidad, tan diferente y tan igual a la que narro en la novela, 1992 ó 2012 -años olímpicos ambos-, tierra de sol o tierra de buitres. Me faltan las heroínas guerreras y esa dulce esperanza que en toda aventura de ficción brilla en las últimas páginas de la historia. Como el dúo de música Estopa acabó hace poco uno de sus conciertos, así acabo yo este artículo, con un puño en alto mientras grito “¡Viva Zapata!”.
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